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  5/11/2021

Descontentos y chivatos en las Big Tech

Los palos más notorios, o los más dañinos, se los ha llevado Facebook. No conviene confundirse: las consecuencias del descontento de una parte de los empleados del Silicon Valley con sus empleadores van mucho más allá de un episodio singular y más allá de la geografía. Protestas y denuncias pueden forzar el abandono de una operación o un proyecto polémicos. O, como en el caso de Frances Haugen, ex empleada de Facebook, pueden desmontar modelos de negocio que parecían gozar de una complacencia generalizada. El inconformismo de empleados y ex empleados de las compañías tecnológicas evidencian que una cierta visión compartida del mundo se ha resquebrajado y da paso a rebeldías inesperadas.

Frances Haugen

Haugen, analista de datos que en 2019 fue contratada para incorporarse al equipo de ´integridad` creado por Facebook posteriormente al escándalo de Cambridge Analytics ha sido calificada de ´chivata` por la prensa de medio mundo, pero no corre riesgo de ser perseguida como Edward Snowden, quien en 2013 desveló los trapos sucios de la inteligencia estadounidense. Snowden aún vive refugiado en Rusia, mientras Haugen se reúne con senadores y es invitada por las televisiones.

Sus denuncias sobre las prácticas de Facebook tienen sólido fundamento: se ha llevado una abrumadora cantidad de documentos del tiempo en que trabajó para la compañía y los ha entregado a las autoridades y a la prensa, que los han difundido con explicable fruición. La SEC (comisión de valores estadounidense) ha abierto un expediente, que podría desembocar en la convocatoria de altos directivos de Facebook [será difícil habituarse a su nuevo nombre, Meta] sólo si de ellos se desprendiera que hubo engaño a los accionistas o influencia en el mercado bursátil. Mientras los llamados Facebook Files se limiten a desvelar debates internos, será casi imposible que tengan consecuencias legales.

Entre otras, la denuncia más publicitada es la que identifica una cultura de crecimiento sin miramientos por la ética. Es la imagen que Mark Zuckerberg ha tratado de revertir contratando masivamente moderadores de contenidos, entre los cuales estaba Frances Haugen. La lectura de los documentos indica que la compañía, a su más alto nivel, era consciente de los daños potenciales de su plataforma y de sus algoritmos: problemas psíquicos entre los usuarios adolescentes, polarización en países donde el paisaje político es frágil o tolerancia ante campañas de desinformación. La formación de un consejo de supervisión independiente, táctica que Zuckerberg ya ha usado en el pasado, no le ha servido esta vez ni como distracción.

Los abogados de Facebook podrían argumentar que, mientras no se pruebe la relevancia penal de esas prácticas, como empresa cotizada se debe ante todo a sus accionistas. En cuanto a los críticos, harán lo posible por personalizar los cargos en Zuckerberg – primer accionista, con un 59% de voto – afirmando que goza de omnipotencia en un vacío regulatorio. El objetivo indisimulado de Haugen y de la prensa estadounidense es obtener un mandato legislativo de transparencia sobre Facebook y, en general, sobre las plataformas basadas en algoritmos.

La proliferación de denunciantes que han decidido dar la cara contra las empresas en las que trabajan o han trabajado ha alentado el nacimiento de una ´industria` de apoyo: organizaciones que les dan soporte jurídico y les asesoran sobre la comunicación. Haugen, por ejemplo, está respaldada por la ONG Whistlelower Aid. A partir de enero, este ambiente tendrá un nuevo ingrediente, con la entrada en vigor de la ley conocida como Silenced No More Act en California, que explícitamente alienta a hacer públicos los comportamientos impropios dentro de las empresas, independientemente de los acuerdos de confidencialidad que se hubieran firmado.

La aprobación de la normativa – y su eventual extensión por otros estados – es el resultado de una lucha que han protagonizado los adversarios de los acuerdos de confidencialidad. Estos, inicialmente herramientas ideadas para salvaguardar secretos mercantiles, han contribuido a esclerosar una cultura del silencio sobre violaciones éticas.

Una de las impulsoras de la Silenced No More Act ha sido Ifeona Ozoma, antigua ejecutiva de Pinterest, que en 2020 rompió su NDA (non-disclosure agreement) para alegar discriminación racial: abogó por que su empleador dejara de promocionar antiguas plantaciones esclavistas como lugares para la celebración de bodas. Ya fuera de Pinterest, advirtió sobre la flagrante contradicción entre ese antecedente y la adhesión de la empresa a la compaña Black Lives Matter.

Una denuncia de este carácter tiene hoy más posibilidades de repercusión en el público. Ozoma afirma no haberlo planeado de antemano, pero ya prepara un libro con consejos a otros trabajadores acerca de cómo actuar ante las malas prácticas de sus empresas.

Muchos trabajadores de la industria tecnológica cuentan con una ventaja que otros no tienen. Son profesionales con carreras asentadas que un día tienen un estallido de conciencia y podrían encontrar otros medios de vida. Un ejemplo es Tristan Harris, ex ingeniero de Google que protagoniza el documental The Social Dilemma (Netflix) reconvertido en conferenciante asiduo bajo la etiqueta del Center for Human Technology, del que es fundador.

Una de las raíces del fenómeno puede radicar en los procesos de reclutamiento reinantes en Silicon Valley. Google anuncia puestos de trabajo cuya misión será la de “desarrollar servicios que mejoren de forma significativa las vidas del mayor número posible de personas”, mientras que Facebook lo hace con el lema “acercar y unir al mundo entero”, que en 2017 sustituyó al anterior (“hacer del mundo un lugar más abierto y conectado”) por no tener la suficiente carga positiva. Una parte del talento que recala en esas empresas lo hace convencida de esos valores, pero al tiempo de trabajar en ellas puede experimentar desagrado con las prácticas reales de maximización de ingresos.

Ha habido muchos casos en los que dentro de las compañías han crecido movimientos de protesta contra los negocios con organismos militares, agencias de inteligencia o países autoritarios. En algunos (pocos pero ruidosos) han conseguido bloquear esos acuerdos, pero es evidente que tales movimientos han perdido su eficacia inicial.

Google ha vivido su propia cuota de subversión. Más de 4.000 trabajadores firmaron una carta al CEO, Sundar Pichai, declarando “no creemos que Google deba involucrarse en el negocio de la guerra”. Esto, relacionado con  un proyecto con el Pentágono en el que se iba a experimentar con el uso de inteligencia artificial en el campo de batalla. Dos meses después, Pichai ordenó no renovar el contrato. A esta victoria de la plantilla habría que sumar el derribo del buscador Dragonfly que la compañía tenía lista para acceder a las exigencias del gobierno chino, también cancelado. Google es, por cierto, la única compañía de esta industria que cuenta con un sindicato: Alphabet Workers Union, que a diferencia de otros no negocia condiciones laborales, sino que vigila las responsabilidades cívicas y éticas de la empresa.

Algunos trabajadores de Amazon se tomaron al pie de la letra el mal rollo entre Jeff Bezos y Donald Trump, dirigiendo al primero una carta abierta en la que le incitaban a dejar de proporcionar su tecnología de reconocimiento facial al ICE (servicio de inmigración y control de aduanas). Era un momento en el que el maltrato a inmigrantes y refugiados estaba en el candelero. Cientos de empleados de Salesforce y de Microsoft, exigieron (en vano) el cese de los contratos con el ICE. Sólo Amazon congeló los suyos.

Un rasgo habitual es que los denunciantes empiezan por acudir a la propia compañía para que esta cambie los mecanismos que ellos objetan. Lo normal es que las denuncias emerjan después de que los empleadores hagan caso omiso de sus propuestas. Ozoma trató de emprender acciones contra el racismo dentro de Pinterest. Haugen asegura que no estaba en sus planes llegar tan lejos, pero ambas dicen haber chocado con una muralla de complicidades.

Los denunciantes son sólo una cara del descontento. En los últimos años, ha aumentado el número de manifestaciones en una zona que se caracteriza por el pleno empleo y la alta rotación. Recientemente ha llamado la atención que empleados de Apple se organizaran para cuestionar la decisión de reapertura de las oficinas. Un ejemplo distinto – por afectar a personal vulnerable – es la obstinada oposición de Amazon a que los trabajadores de sus centros de distribución se sindicalicen.

Como es evidente, las compañías están alertas. Facebook ha reducido drásticamente el número de empleados con acceso a foros internos desde que una intervención de Mark Zuckerberg en una asamblea se filtrara a la prensa. Estas restricciones pueden entorpecer la productividad, pero evitan disgustos a los directivos.

Visto desde Europa, hay un extendido prejuicio acerca de la despolitización de la industria de las TI. No es del todo justo si se mete en el mismo saco a directivos y trabajadores. Cuando líderes de las grandes tecnológicas [Tim Cook, Larry Page, Satya Nadella e incluso Jeff Bezos, pero nunca Mark Zuckerberg] acudieron a reunirse con Donald Trump en la Casa Blanca, una gran parte de sus empleados protestaron sonoramente por entender que estaban dando apoyo tácito a sus políticas contra la inmigración. Al final, no llegó a mayores y todos los citados aprendieron a guardar las distancias con un anfitrión que provocaba rechazo.

No es, por consiguiente, un asunto que incite a los tópicos establecidos. La ideología puede quedar al margen por momentos, pero en Silicon Valley se concentra talento procedente de distintas partes del mundo, incluyendo inmigrantes de segunda generación. Hay, pues, caldo de cultivo más que suficiente.

En las últimas semanas, una parte de la plantilla pidió a Tim Cook, CEO de Apple, que tomara públicamente partido contra la legislación que en Texas intenta restringir el derecho al aborto. Cook se salió por la tangente al prometer que el seguro médico de la compañía ayudará a las trabajadoras de Apple en ese estado que tengan que viajar a otro donde no exista esa restricción.

Por todo lo anterior, no hay razón para sorprenderse de la tormenta que Haugen ha desatado contra Facebook. Esta semana, además de un cambio de nombre que no arregla nada, Zuckerberg ha ordenado la suspensión de su Face Recognition System en dispositivos móviles, para evitar que la controversia afecte la continuidad de otras aplicaciones de la inteligencia artificial.

Un balance de conjunto -necesariamente provisional – indicaría que los trabajadores de esta industria han adquirido fuerza suficiente para influir en las posturas públicas de sus empleadores, pero estos no renunciarán fácilmente a las prácticas comerciales disputadas por aquellos.

[informe de Pablo G. Bejerano]


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