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  25/11/2016

25Nov

Sólo la ingenuidad, la desinformación o la pereza pueden explicar que se siga llamando «economía colaborativa» [capciosa traducción de sharing economy] a unas prácticas empresariales que de colaboración no tienen nada. Uber y Airbnb, así como sus imitadores, ejercen modelos de negocio lucrativos, que compiten con otros modelos existentes – taxis, hoteles – y se mueven en un vacío legal y fiscal que es la fuente de muchos líos.

Extraoficialmente, Airbnb se plantea salir a bolsa en un plazo de 18 a 24 meses. La última ronda de financiación, en 2015, recaudó 500 millones de dólares sobre la base de una valoración hipotética de 30.000 millones. La cuenta atrás exige tranquilizar a los inversores resolviendo los problemas pendientes con ayuntamientos y reguladores de medio mundo.

Airbnb no tiene por qué publicar sus cuentas, pero deja que circule una estimación según la cual ingresará este año unos 1.600 millones de dólares. Extrapolando la cifra con la comisión media del 10%, se ha calculado un flujo de más de 10.000 millones de dólares al año. Lo suficiente como para que los recaudadores se fijen en Airbnb.

No exactamente en sus ingresos sino en los que procura a los dueños de las viviendas. Es un asunto complejo: Airbnb gestiona viviendas en 34.000 ciudades y localidades heterogéneas. Brian Chesky, cofundador y CEO de la empresa, declaró hace poco al Financial Times que su equipo legal está tratando de cerrar acuerdos con 700 ciudades donde se genera más del 90% de esos ingresos.

Las batallas tributarias con Nueva York y San Francisco son las más duras – reconoce Chesky – pero hay voluntad de negociación por ambas partes. Airbnb ya ha firmado 200 acuerdos con sendas ciudades, por los cuales actúa como agente de retención de tasas locales y las ingresa en las arcas municipales. Un cálculo no oficial – con pinta de ser inducido por la industria hotelera – estima en 440 millones de dólares el monto fuera de control en ciudades de Estados Unidos.

Hasta aquí los datos, pero todo el asunto tiene un cariz político. Por esto, Airbnb fichó hace un año a Chris Lehane como director de política y comunicación global. Su currículo incluye haber sido consejero de prensa de la Casa Blanca en el segundo mandato de Bill Clinton y en la campaña de Al Gore. Suya es la idea de abandonar la rebeldía fiscal inicial y adoptar lo que él llama «modo autodefensa», cuyo fruto han sido los acuerdos con 200 ciudades. Quedan huesos duros de roer: Nueva York, San Francisco, Barcelona, París y Berlín.

Lehane rechaza la comparación con Uber. «La vivienda es el problema número dos o número tres en la mayoría de las ciudades, cada una con sus rasgos históricos, culturales y políticos. No hay una fórmula única». Como consultor político que es, dictamina que «en muchas ciudades, cerca de la mitad del electorado está formada por millennials, que están encantados con nuestro modelo».

Los argumentos a favor son conocidos: incrementan el turismo, permite a los propietarios dar utilidad a espacios desocupados, la tarifa es razonable por un servicio mejor que el de un hotel cutre. También se conocen las objeciones: competencia desleal, subida de los alquileres a los residentes permanentes, especulación inmobiliaria, transformación de espacios comerciales en habitables, picaresca fiscal…

La temporalidad es un punto conflictivo. ¿Cuál es el máximo aceptable para que un apartamento pueda destinarse a este uso sin necesidad de licencia fiscal? En EEUU, normalmente el límite ha estado en 90 días por año, pero se tiende a bajarlo a 60 o menos. En Nueva York – donde Airbnb regenta 20.000 – el municipio ha empezado a multar a propietarios infractores. Para que el modelo funcione sin litigios habría que crear un registro de usuarios y que lo comunique a las autoridades. Tal como hacen los hoteles que no son «colaborativos».

Suponiendo que los conflictos se resuelvan y que Airbnb se conforma con ser lo que es, un intermediario de arrendamientos, podría dejar de gastar en batallas legales el dinero de sus inversores. Pero Chesky y sus socios quieren ser más que eso, expandirse al mercado del turismo, uno de los motores de negocios en Internet.

Tímidamente, Airbnb se aleja de sus raíces con la creación de Trips, una alternativa al turismo adocenado propio de los tiempos. Ha diseñado 500 ´experiencias` en 12 ciudades [ninguna española] entre las que hay ideas tan curiosas como visitar el taller de un luthier en París, correr una maratón en Nairobi o recoger setas en Florencia. A diferencia del alquiler de viviendas, en el que Airbnb sólo interviene online, Trips requiere inscripción y aprobación previas, además de personal in situ. Por ahora es un experimento que, si saliera bien, podría captar nuevos segmentos del mercado: ¿por qué no alquiler de coches, reserva de vuelos o ´experiencias` gastronómicas? Competir con las agencias online como Expedia o Kayak, vamos.

Los creadores de Airbnb tienen su propio lenguaje. Encandilaron a los medios con el camelo de la economía colaborativa, y ahora pregonan su nueva mercancía con tono mesiánico. Nathan Blecharczyk, cofundador y CTO, lo cuenta así: «un viaje tiene que ser transformacional, hacer que las personas adquieren una visión diferente del mundo y compartan experiencias con sus semejantes». No faltará quien lo traduzca como «turismo colaborativo».


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