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  21/01/2020

“There is no thing such a winnable war” (Sting)

Cualquiera que conozca el manido chiste sobre el dentista y su paciente, entenderá de qué va lo que sigue: Donald Trump y Xi Jinping se han puesto de acuerdo en no hacerse daño. Tan modesto en sus resultados como denso en su forma (86 páginas en la versión inglesa), el documento que completa la Phase One de unas negociaciones sin agenda conocida era una necesidad para ambas partes. A simple vista, satisface las quejas de Estados Unidos por la lentitud burocrática de China en resolver los conflictos de interés de sus empresas. Pero Pekín ya había removido varios obstáculos antes del inicio de las hostilidades y en otros se contuvo para no dar la impresión de achicarse ante las amenazas.

Liu He y Donald Trump

También China tiene motivos de satisfacción. Según el resumen publicado, el texto rubricado por el presidente Donald Trump y el viceprimer ministro chino Liu He estipula que Estados Unidos renuncia a aplicar los aranceles del 15% que debían haber entrado en vigor el 15 de diciembre sobre mercancías de origen chino por valor de 160.000 millones de dólares, y a la vez reduce a la mitad el gravamen vigente sobre otros 120.000 millones. Como contrapartida, Pekín se compromete a comprar 200.000 millones de dólares adicionales en productos agrícolas estadounidenses durante los dos próximos años.

La música suena bien, pero la letra habrá que escucharla con tiempo. Si en verdad Donald Trump pretendía rebajar el desequilibrio comercial con China, el final previsible es que los dos países acaben siendo más interdependientes, no menos. O sea que resulta ilusorio suponer que han pulsado la tecla de resetear. Algo que, llegado el caso, sólo podría hacerse con solemnidad y la firma de ambos presidentes.

Los próximos meses darán la pista de si las dos potencias consiguen instaurar un diálogo llevadero – sería excesivo pedirles sinceridad – lo que en buena medida dependería de que Trump refrene sus tácticas agresivas en las que trata comercio e inversiones como materias de seguridad nacional. Por ahora, conocemos algunos de los perjuicios ocasionados por la guerra comercial iniciada por Trump a poco de llegar a la Casa Blanca.

En Estados Unidos, las exportaciones agrícolas a China han caído de 25.000 a 7.000 millones de dólares, por lo que los productores han tenido que recibir ayuda federal y aumentar sus deudas hasta niveles de récord. Al mismo tiempo, las inversiones extranjeras directas se han contraído. Y si bien el desempleo general está en mínimos, sigue muy alto en sectores que supuestamente debían beneficiarse del bloqueo a los productos importados de China. El conjunto de las mercancías vendidas en Estados Unidos ha experimentado una bajada de precios del 1%, pero los productos de consumo – directamente afectados por la guerra comercial – se han encarecido un 3%. Por cierto, el déficit comercial con el resto del mundo ha pasado entretanto de 544.000 millones con Barack Obama a 691.000 millones con Donald Trump.

En China, la guerra comercial sumada a la desaceleración global han provocado que las exportaciones se redujeran severamente en 2019, un contraste con el 10% de expansión registrado en 2018. No hay más que comparar una foto reciente del puerto de Shenzhen con la misma toma de hace dos años. Y, puesto que la economía china es altamente  dependiente de la exportación, la contracción se está traduciendo en cierre temporal de fábricas y en descenso de las compras de materias primas industriales.

No es un mérito de Donald Trump que China modificara (aunque menos de lo deseable) sus restricciones a la  inversión extranjera, ni tampoco que adoptara medidas para proteger la propiedad intelectual del prójimo. Se ha llegado a decir que el ritmo de esas medidas habría sido más rápido si no fuera por no mostrar debilidad. Pero sean bienvenidas.

Unos asuntos interesarán a los lectores más que otros. Si algo ha quedado claro de este largo conflicto es que la fantasía de desenganchar los dos ecosistemas tecnológicos es eso, una fantasía. Muy cara. Las compañías estadounidenses han intentado distintas maneras de hacer llegar sus quejas a Washington contra las restricciones, y han conseguido prórrogas que no han eliminado la incertidumbre. A su vez, las autoridades chinas han multiplicado esfuerzos para que la industria del país dependa menos de los suministros que reciben de Estados Unidos.

Con la tregua firmada – porque es eso, una tregua y no un armisticio – cada uno vigilará los incumplimientos del otro, que los habrá, pero debería [repárese en la conjugación] iniciar una reflexión sobre las concesiones a que estaría dispuesta en la Phase Two. Entre una y otra fase habrá una brecha propensa para la propaganda.

De entrada, aunque sean de menor entidad, persisten los aranceles y las restricciones fácticas estadounidenses: China se ha marcado como meta  obtener que se cancelen a cambio de reciprocidad. Para Xi Jinping, 2019 ha sido políticamente un año penoso, de modo que este año necesita perseguir un objetivo que dentro de su régimen se perciba como victoria. El mismo argumento vale para Donald Trump: en este año electoral tendrá que decidir qué le conviene más, si normalizar el comercio con China y relajar la carga sobre el consumidor, o bien reafirmar su línea ideológica de combate contra el avance chino.

¿A cualquier precio? El veto de Trump a Huawei será insoslayable al mismo tiempo que insalvable en la segunda fase, porque la primera no lo ha aliviado en absoluto. Más bien cabe suponer que habrá un rebrote de la ofensiva trumpiana. La semana pasada, el departamento del Tesoro de Estados Unidos insistía en proponer una legislación que restrinja y/o castigue la importación de productos originarios de cualquier país, que pudieran contener alguna tecnología sospechosa de tener relación con Huawei u otras empresas chinas afines.


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