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  15/05/2014

15May

Diez minutos después de subir mi post de ayer sobre la derrota de Google en Luxemburgo, llegaba el primer comentario: «no se entiende cuál es tu postura, ¿por qué no te mojas?». Porque no tengo postura, sólo intento interpretar los hechos y sus múltiples implicaciones; a mi alrededor ya hay suficiente gente que se moja en menos de 140 caracteres.

El primer elemento de mi interpretación es que el fallo del Tribunal Europeo abre una nueva fase de incertidumbre, y no creo que sea peor para Google que vivir con más de 200 procesos judiciales pendientes. Ninguna decisión judicial, ni esta ni la contraria, hubiera resuelto todos los problemas técnicos y dilemas éticos planteados por la cuestión.

Hay gente que tiene las cosas más claras. Por ejemplo, un profesor de leyes de Harvard: «bajo la apariencia de recuperar el derecho a gestionar su propia imagen pública, esas personas adquieren de hecho un poder de veto sobre lo que se pueda decir sobre ellas». Otro profesor británico en ese caso, es más comprensivo: «mis alumnos tienen derecho a que desaparezcan de Internet los vídeos de sus borracheras». El director de la CCIA, lobby que representa en Bruselas los intereses de las principales empresas americanas del negocio online, afirma que «se ha abierto la puerta a la instauración de la censura privada en Europa».

Los jueces de Luxemburgo sostienen que «como regla general», el derecho a la privacidad debe prevalecer sobre el derecho del público a encontrar información. Desoye así al abogado general Niilo Jääskinen, quien ha escrito que «el derecho al olvido sacrifica el derecho fundamental a la libertad de expresión y la información». Pero, como no hay marcha atrás, queda descabalgado el argumento de Google según el cual los buscadores no son más que tuberías, no responsables por los contenidos que indexan; lo que el fallo viene a decir es que son «controladores» del tráfico de esos contenidos y por tanto deben hacerse responsables ante terceros.

No hay duda de que Google tendrá que cumplir con las obligaciones que se derivan del fallo. No es algo que le afecte en exclusiva, pero en lo inmediato la carga recaerá sobre ella, puesto que su buscador tiene en Europa una cuota superior al 90% de las búsquedas. Yahoo y Bing pintan poco, lo sé, pero ¿por qué no habría de aplicarse ese principio a una foto indiscreta en Facebook o a un comentario ofensivo en Twitter? La cosa tiene mal arreglo, porque habría que rebobinar dos décadas de hábitos adquiridos. La directiva europea sobre protección de datos fue aprobada en 1995 [qué curioso, el año en el que los fundadores de Google se conocieron en la universidad], y sigue vigente en 2014, cuando los datos se han convertido en mercancía valiosa, condición que entra en conflicto con quienes quieren que se preserve su intimidad.

No han faltado intentos de reformar la directiva. El último, en 2012, fue abandonado tras constatarse que la oposición de las compañías de Internet era apoyada activamente por la administración Obama, lo que un acuerdo transatlántico sería inviable. ¿Es más viable la jurisprudencia europea que acaba de aprobarse? Aunque se traspusiera a la legislación positiva de los 28 estados miembros, su vigencia se limitaría a Europa: es inimaginable que sea contradictoria con la estadounidense. Quizás un día no lejano el Tribunal Supremo de Estados Unidos tendrá que pronunciarse sobre alguno de los numerosos casos de «derecho al olvido» que siguen pendientes en el país. Pero cuando lo haga, no va a prestar más atención a Europa que a la primera enmienda de su Constitución.


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