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  4/11/2013

4Nov

El ´caso Snowden`, que empezó por parecer una filtración entre tantas, se ha convertido en un torrente de revelaciones que socavan las relaciones entre gobiernos aliados. Las sospechas sobre el origen ruso o chino de los ataques contra la seguridad informática, se han eclipsado ante la veraz denuncia de que hasta el móvil de Ángela Merkel estaba intervenido por una coalición entre la NSA de Estados Unidos y el GCHQ de Reino Unido.

A diferencia del ´caso Wikileaks`, esta vez no se trata de la difusión de informes diplomáticos (papeles, en última instancia) sino de la constatación de que los sistemas de comunicaciones gubernamentales estaban pinchados, con o sin el consentimiento de los servicios de inteligencia que dependen de los gobernantes espiados. La reacción de Alemania y Brasil a los artículos publicados por The Guardian no es menos importante que la incomodidad de Google y Yahoo ante las informaciones del Washington Post que revelan la intercepción de los cables de fibra óptica que conectan sus centros de datos.

De poco sirven ahora los aparatos para destruir documentación, porque estos son digitales, transitan por las redes y se almacenan en servidores, lo que los hace más, no menos, vulnerables. Después de Wikileaks, los gobiernos de todo el mundo se esforzaron por mejorar – cada uno en su escala geopolítica – las medidas de seguridad en las comunicaciones. Ahora constatan que de poco les ha valido. Este es uno de los puntos en los que el ´caso Snowden` se cruza con la gobernanza de Internet. Han reaparecido, multiplicadas, las críticas al control que ejerce Estados Unidos sobre la red de redes, y resurgen las propuestas para transferir esas competencias a alguna instancia multilateral. Aunque, si algo ha quedado claro estos días es que tampoco serviría de mucho.

El colega británico S. Mathieson nos recuerda en The Register que pasaron décadas antes de que se conociera la existencia de Bletchey Park, el centro secreto (hoy un museo) donde durante la Segunda Guerra Mundial se decodificaron las comunicaciones alemanas gracias al computador electromecánico de Alan Turing. ¿Quiere el lector ver las sedes de la NSA y el GCHQ? Búsquelos en Google Earth: están en Fort Meade (Maryland) y en Cheltenham (Glucesteshire). La conclusión de Mathieson es múltiple:

1) los métodos del espionaje han cambiado tanto que ningún secreto aguanta mucho tiempo, y su explosividad es tanto mayor cuanto que los medios de comunicación independientes no se sienten obligados por una supuesta lealtad patriótica, si como en este caso se identiticaría con los intereses del estado en desmedro de los ciudadanos;

2) los espías de hoy en día se permiten describir con detalle sus procedimientos en powerpoint (como ese gráfico, rotulado top secret y revelado la semana pasada, en el que la NSA presume con humor de haber engañado nada menos que a Google);

3) como han demostrado los acontecimientos, la acumulación de volúmenes ingentes de información desborda la capacidad de análisis de los servicios secretos, y la digitalización del espionaje moderno ha llevado a contratar los servicios de empresas privadas, como aquella para la que trabajaba Snowden;

4) a cada crítica que reciben, los servicios de inteligencia de EEUU replican con una referencia al 11-S, y los europeos al peligro del terrorismo islamista: la naturaleza del enemigo ha cambiado, y una consecuencia es que políticamente se considera aceptable la vigilancia masiva, en la confianza de que los ciudadanos estarán dispuestos a sacrificar su derecho a la intimidad de las comunicaciones, pero el autor se pregunta quis custodiet ipsos custodes.


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