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  17/03/2014

MOOC, complementos vitamínicos y poco más

La sigla MOOC, pese a esa fea repetición central, va camino de convertirse en sustantivo. No hay una palabra que exprese con eficacia comparable su significado, massive open online course, y probablemente no vale la pena intentar una alternativa; se quedará, por consiguiente, en MOOC. Las plataformas que se cobijan bajo la sigla son una tendencia en ascenso, que agrupan catálogos de cursos originados en universidades y escuelas de negocios, algunas de notorio prestigio. La cifra de alumnos no para de aumentar, pero si se mira el envés del fenómeno, aparecen las dudas: a pesar de lo fácil que es apuntarse a uno de sus cursos – o quizá por eso – la ratio de deserción es llamativamente alta.

Se ha calculado que sólo el 4% de quienes se inscriben acaban completando un curso, y esta cifra no es precisamente una ayuda para mejorar la calidad de la educación online. Como tantas ideas nacidas con el vertiginoso auge de Internet, las MOOC han sido saludadas como democratizadoras, una válvula de escape al carácter elitista que los demagogos atribuyen a la universidad de toda la vida. Nacen en Estados Unidos, con la pretensión de abrir las puertas del conocimiento a quienes no pueden permitirse el coste de una matrícula ni el crédito de por vida para pagarla. Hasta ahí llega su mérito, pero luego resulta que su atracción depende del prestigio de las universidad de élite que se suman a una plataforma de estas, o crean las propias.

Sin el respaldo de Stanford, Harvard, Georgia Tech y otras igualmente renombradas, las MOOC no hubieran dejado de ser otra manfiestación tardía del online learning existente desde hace años. Pero existe el riesgo de que esos grandes nombres – como otros de calidad en Europa – acaben favoreciendo el desembarco de espabilados empresarios que juegan con el señuelo de una educación que, en teoría, responda a las demandas del mercado laboral. Recuérdese la cantinela tantas veces enunciada de que la oferta formativa de las universidades – sobre todo las públicas – es ajena a las necesidades de las empresas.

Subordinar el conocimiento al sistema productivo, esto sí que es realmente elitista, un freno al llamado ascensor social: los empresarios y los headhunters saben distinguir entre un máster obtenido online y una carrera universitaria. Las universidades «de marca» no ignoran dónde se han metido, y sus profesores son conscientes de la diferencia. Otra cosa muy distinta es que el medio online sea apropiado – o incluso el mejor – para mantener vivo el conocimiento adquirido en las aulas, o para adquirir otro que sirva al propósito concreto de especializarse en un área que tiene demanda, y que a menudo no existía cuando salieron de la universidad, lo que es particularmente cierto en ciertos campos de las tecnologías.

Más vale desactivar la ilusión de graduarse como ingeniero a través de una de estas plataformas. En Harvard, el 40% de quienes se inscriben en sus cursos online son graduados, a veces doctorandos que buscan apuntalar sus carreras profesionales poniéndose al día. Y, por otra parte, no todos los MBA [otra sigla para desconfiar] tienen la misma consideración a la hora de optar a un empleo, según queda documentado por el ranking que periódicamente elabora el Financial Times.

Coursera, con sede en Mountain View, es la plataforma MOOC más conocida, con más de 60 universidades afiliadas, un catálogo con dos centenares de cursos y una clara vocación global [ofrece formación en español, chino, francés e italiano, además de inglés]. Entre sus accionistas hay varios fondos de capital, una rama del banco Mundial y, recientemente, la fundación del millonario mexicano Carlos Slim. Es la que parece tener más claro su modelo de negocio: cobra por la emisión de diplomas, aunque la validez de estos es limitada por el hecho de que las universidades socias no los reconocen como propios. Para compensar, y reducir las deserciones, Coursera ha empezado a «empaquetar» cursos en curriculos diseñados para determinados perfiles laborales. Uno de ellos, de rigurosa actualidad, lleva la etiqueta de data scientist.

Otro exponente del género se llama edX y cuenta con la participación de Harvard y el MIT, más otra docena de universidades. La estrategia en su caso tiende a formar grupos de no más de 20 estudiantes de un mismo curso y asignarles una tutoría: se desarrollan con el software Adobe Connect, y el objetivo es conseguir que al menos el 40% de ellos complete el curso. Los responsables de edX esperan que en los próximos diez años pasará por su plataforma nada menos que 1.000 millones de estudiantes de todo el mundo. Una cifra que suena ambiciosa, pero suscita emulación. Udacity tiene entre sus socios al prestigioso Georgia Institute of Technology, que se prepara para ofrecer un máster online por 6.000 dólares, monto muy inferior al mínimo de 45.000 que cuesta en su campus. El precio no es la única diferencia: Georgia Tech sí dará valor de título propio a quien complete el curso, con lo que confía en atraer unos 10.000 estudiantes, muchos de fuera de Estados Unidos, que se ahorrarían los problemas de visado.

Empresas significadas, como AT&T, Qualcom o Bank of America, han firmado contratos con Udacity para que sus empleados puedan seguir cursos que corresponden a sus planes de formación a la carta. Una variante es Udemy, que goza de popularidad gracias a que ofrece cursos online que profundizan en las herramientas informáticas, con materias tan dispares como programación HTML5 o «cómo diseñar un logo». Udemy tiene una aplicación propia para seguir sus cursos en dispositivos iOS y Android.

Abundan los optimistas que usan con facilidad la palabra «revolución» al valorar los resultados de estas experiencias. Pero hay críticos bien situados para ver los problemas, y no sólo las ventajas. John Hennessy, presidente de la Universidad de Stanford teme que la moda ha llegado demasiado lejos. «Hemos descubierto tardíamente que el rango de capacidades entre los inscritos en un mismo curso es demasiado variado, lo que provoca que muchos, aun los que no abandonan por el camino, fracasan en los exámenes para optar a un certificado». Hennesy sabe de qué habla: ha sido un entusiasta de Coursera, y desde 2011 ha registrado 1,9 millones de alumnos en alguno de sus cursos online, pero sólo el 8% ha pasado de la mitad de la experiencia.

Andrew Ng, cofundador y CEO de Coursera, catedrático de computación, discrepa: «es difícil juzgar sólo con base en las estadísticas, porque muchos de los que se inscriben en un curso, en realidad lo hacen como una muestra gratis, sin intenciones reales de llegar hasta el final». La solución, según Ng,está en diseñar cursos que ayuden a la gente a optimizar su perfil profesional, en lugar de alentar la idea de un sucedáneo para la educación universitaria.

Un estudio patrocinado por Harvard y el MIT sobre la experiencia de estas dos universidades de Massachussets, el 91% de los inscritos no llegaron a la mitad de sus cursos online. Con todo, 41.000 obtuvieron sus certificados de aprovechamiento; no se hubieran podido hacer exámenes fiables a tanta gente, al menos con la tecnología disponible, lo que confirmar el papel de las MOOC como complemento vitamínico, pero la alimentación no deja de ser la base del crecimiento.

Edward Luce, corresponsal del Financial Times en Estados Unidos, ha escrito que exageran quienes postulan los MOOC como una «reinvención de la educación que conocemos». La realidad es– apunta Luce – que menos de la mitad de quienes se apuntan a una carrera universitaria offline llegan hasta el cuarto año de un curriculo de seis. Un problema en el que influye la tendencia del mercado: en promedio, las remuneraciones de un graduado han caído más del 5% en la pasada década, de modo que una carrera universitaria ya no es portadora de un salario premium, mientras por otro lado el coste de alcanzar un diploma se ha encarecido. «El riesgo de endeudarse para estudiar una carrera es más alto, aunque los tipos de interés han bajado».

En su libro Average is Over, citado por Luce, el economista Tyler Cowen diagnostica que la crisis de la educación estadounidense tiene más que ver con los contenidos que con las herramientas. Hasta ahora – explica – el papel de los educadores buscaba complementar, no sustituir, la potencia de los ordenadores, pero se ha ido imponiendo una corriente que trata a los estudiantes como usuarios de máquinas; en consecuencia, estas han ido ganando protagonismo frente a la calidad de los profesores.

Un estudio publicado en la Harvard Business Review lleva la polémica al núcleo de la política educativa. Empieza por señalar que desde el cambio de siglo, Estados Unidos ha perdido 750.000 empleos en el sector de las TIC (120.000 en computación, el resto en telecomunicaciones). Sólo la industria manufacturera ha perdido más puestos de trabajo en estos años. Frente a esa realidad, Washington ha reaccionado tarde y mal, según los autores. La iniciativa STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) busca elevar el número de estadounidenses estudiantes de esas asignaturas, como forma de contrarrestar el retroceso del país frente a la pujanza de otras potencias, en especial China.

Al principio, se daba por supuesto que las MOOC ayudarían en ese objetivo, al reducir costes y favorecer el acceso a una educación acorde con la búsqueda de competitividad. Los resultados son insatisfactorios, porque la sangría de empleos en las empresas tecnológicas ha proseguido, los salarios han bajado, y contradictoriamente (en apariencia) las empresas se quejan de las trabas que la legislación pone a las visas para la contratación de profesionales de origen asiático, a los que muchos políticos tienen como sospechosos de espionaje industrial.

Por supuesto que Europa se ha sumado al fenómeno, con motivaciones no muy diferentes a las que priman en Estados Unidos: el discurso de la competitividad es, si acaso, más acuciante. Pero la estructura de sistemas educativos es muy distinta, por el peso dominante de las universidades públicas y porque la enseñanza no presencial se practica, en muchos casos con éxito, desde hace muchos años. Importantes universidades europeas – al menos dos en España – contribuyen con sus cursos online a alguna de las plataformas americanas o han optado por desarrollar las propias. Estos factores han de influir, necesariamente, en la valoración de la experiencia en Europa y España. Es un tema que este blog que se reserva para tratar en una futura crónica.


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