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  12/04/2016

12Abr

La socorrida expresión «no poner puertas al campo» me parece esencialmente falsa: todas las fincas que conozco tienen puertas, vallas y alambradas, por no contar los carteles que prohiben la caza, la pesca y/o la recolección de setas. Sin embargo, la coletilla suele usarse con el sentido de que es inútil oponerse al futuro, que a su vez se identifica con el progreso. Llevada a su extremo, la frase viene a decir que, puesto que no podemos evitar el progreso, para qué discutir si es bueno o malo, justo o injusto, liberador y opresor. «No se puede poner puertas al campo» aparecía en la correspondencia que he recibida a propósito de mi newsletter del jueves 7 cuyo tema era Uber y la ´uberización`.

Casualmente, el mismo día se conocía una decisión de la CNMC que impugna el reglamento de ordenación del transporte terrestre aprobado por el gobierno. En resumen, interpreta que la normativa ha sido diseñada para calmar a los taxistas revoltosos poniendo trabas administrativas a la entrada de Uber en España. Antes, la CNMC había sometido a consulta un documento preliminar proclive a lo que en España se llama «economía colaborativa», de la que Uber sería un paradigma.

Un periodista con acceso privilegiado a la rebotica recogía este domingo el asunto y se arrancaba con una no menos socorrida comparación de los taxistas – según él, monopolistas protegidos por el régimen de licencias administrativas – con los luditas que en el siglo XIX destruían telares para frenar la revolución industriall. Cuando le vea, si le veo, acaso hablaremos de historia económica; de momento, me conformaré con replicar que la «economía colaborativa» no tiene nada de colaborativa. Ya que no veo por qué los taxistas serían más monopolistas que ciertas profesiones protegidas por la colegiación obligatoria, justificable en ciertos casos pero que en todos es una barrera de entrada.

Según he leído en la prensa, en el seno del consejo de la CNMC hubo discrepancias en torno a la actitud a adoptar ante el gobierno (en funciones). Sus razones tendrán. ¿Qué el valor de las licencias administrativas está inflado por el numerus clausus fijado por las autoridades? Sí, es una evidencia. ¿Qué todo propietario de un taxi cree tener asegurado su futuro (en lugar de suscribir un plan privado de pensiones, o unas preferentes) o el futuro de sus hijos que esperan heredar un activo menos valioso que antaño? Creo que es así, pero ¿acaso no piensan lo mismo los notarios? Seamos serios: ¿dónde está escrito que el servicio de taxis (o el de farmacias, ya puestos) mejoraría si el número de licencias fuera indefinido o se abolieran las licencias? Es una suposición tan pueril como la que enuncian algunos taxistas madrileños cuando me dicen que tras Uber está la mano negra de Google.

En la práctica, conocemos algunas experiencias interesantes de compartición de vehículos, generalmente locales y ciertamente menos exitosas que Uber y por lo tanto nunca jaleadas por los gurús. En mi opinión, quizá merecerían con más justicia el adjetivo, mal traducido del inglés [sharing economy].

Que Uber es sólo un facilitador de la colaboración entre individuos, ya no hay quien se lo crea. Pudo ser el embeleco inicial con el que su creador, Travis Kalanick, vendió la idea a los inversores, y lo hizo tan bien que ha desistido de sacar la empresa a bolsa porque, en tal caso, se vendría abajo su hipotético valor de 40.000 millones de dólares [un poco menos que la capitalización de Ford, para situarnos].

Aparte de haber cabreado a los taxistas de medio mundo, Uber tiene un problema, vamos a llamarlo así, de naturaleza: ha recurrido la sentencia de un juez federal de California que dictaminó la existencia de un vínculo laboral entre la empresa y sus conductores, aunque estos pongan a disposición de aquella su herramienta de trabajo. Su principal competidor en Estados Unidos, Lyft, ha perdido otra demanda por el mismo motivo, y la propia Uber ha preferido llegar a un acuerdo extrajudicial para no ser condenada por mentir sobre la capacitación de sus conductores. Si no me equivoco, son signos de que se estaría formando una jurisprudencia tendente a establecer que el estatus de los conductores es de empleados, no de contratistas.

Ahora, permitan que les cuente mi particular «experiencia de usuario». Como algunos lectores saben, viajo con cierta frecuencia a San Francisco y el Silicon Valley. Por eso, durante años, he sido víctima de un servicio de taxis deficiente y caro, pero desde que apareció Uber estos defectos se han atenuado, lo que vendría a confirmar que la competencia ha sido beneficiosa para el consumidor. Algo que no pongo en duda. Pero también tengo comprobado que se trata de competencia entre empresas – una de ellas Uber – que prestan un servicio para el que están autorizadas por alguna autoridad. Me consta que la tecnología de Uber es muy superior y que sus coches son mejores, pero ninguno de sus conductores me ha soltado un discurso sobre la transformación digital. Son currantes.


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