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  7/04/2016

7Abr

Sin ser faltón, diré que estoy hasta las narices del uso y abuso del latiguillo ´transformación digital`, que acabará desnaturalizándose por hartazgo. Y estoy dispuesto a confesar otra de mis manías: me resultan cargantes las tesis que ponen a Uber como ejemplo a seguir o, en todo caso, como el futuro inexorable que espera a quienes no han tenido la suerte de nacer digitales. Me temo que los propagadistas no se han tomado el trabajo de entender el fenómeno de la ´uberización`.

En su definición más simple, el nuevo modelo de negocio, equívocamente llamado ´economía colaborativa`, tiene como principal rasgo el poner directamente en relación a demandantes y proveedores de un servicio, en este caso de transporte [con matices, es aplicable a Airbnb]. Dicho de otro modo, el papel de la tecnología digital no es otro que el de facilitar la participación de nuevos actores en un mercado. Estos suelen ser acusados de intrusismo por los actores establecidos, que por lo general operan en virtud de una licencia o el pago de un canon, requisitos de los que los recién llegados pretenden librarse. En esto también consiste su naturaleza ´disruptiva` [adjetivo que, por lo visto, deberíamos desear]. Me ha dado pereza escribir sobre el tema, pero he leído unos cuantos textos de los sospechosos habituales (algunos se refugian en ciertas seudoescuelas de marketing) pero ignoraba que hubiera despertado la atención de la ciencia económica.

Mi buen amigo Mario Kotler me ha enviado el enlace a un documento de trabajo del National Bureau of Economic Research (NBER) estadounidense, cuyo titulo es ´Disruptive Change in the Taxi Business: the Case of Uber`. Recomiendo su lectura, pero procedo a resumirlo a continuación.

En realidad, el enfoque de Judd Cramer y Alan Krueger (los autores) es bastante elemental: se limita a comparar el tiempo que pasan con sus clientes los taxistas de cuatro ciudades de Estados Unidos, con el que ocupan en la prestación del servicio equivalente los conductores de Uber en las mismas ciudades. Muy empírico. En San Francisco, la cuna de Uber, los tiempos respectivos son del 38,5% y del 54,3% de una jornada laboral, de lo que se deduciría que los empleados de Uber [es lo que son, según han sentenciado los tribunales, aunque su paga sea variable] hacen un uso más eficiente de su tiempo. Los autores encuentran cuatro explicaciones posibles, a saber:

1) los algoritmos en los que se basa la tecnología de Uber permiten a sus chóferes acudir más prontamente a recoger al cliente que la itinerancia callejera o una llamada telefónica que son parte del modelo tradicional de captación usado por los taxistas.

2) Uber, invento de un tal Travis Kalanick, ha alcanzado una economía de escala superior al de la suma de las compañías licenciatarias del servicio de taxi de las ciudades consideradas, lo que además le ha permitido derrotar a las apps con las que los taxistas han pretendido defenderse innovando;

3) la regulación prohibe a un taxista recoger pasajeros fuera de la zona en la que está autorizado, lo que a menudo le obliga a hacer un trayecto de retorno vacío; el conductor de Uber no tiene esa limitación y, con excepción de algún intento tímido, opera en un limbo reglamentario;

4) las tarifas variables de Uber, que aumentan en las horas punta y bajan en las de menor demanda, incentivan a sus conductores a concentrar sus horarios de trabajo en las primeras, con lo que evitan que los precios se hundan el resto del tiempo [esto ha dado lugar a distorsiones en momentos de gran intensidad, que Uber ha corregido sensatamente para evitarse sanciones].

Como he dicho, el análisis es empírico, aunque abundante en fórmulas matemáticas. Se le podría cuestionar que no toma en cuenta las diferencias de fiscalidad entre uno y otro modelo de negocio, y por ignorar la existencia de normas laborales. Tampoco atiende a la asimetría de formación que se presume entre un conductor profesional y otro ocasional. Los autores tampoco llevan su curiosidad a preguntarse por qué Uber está comprando flotas de coches propios que pondrá a disposición de conductores que prestarán el servicio en régimen de autónomos. Ya se puede ver por qué no me encaja que estas prácticas merezcan ser llamadas economía ´colaborativa`.


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