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  12/05/2015

12May

De Kansas City a París, de Madrid a Guangzou, allá donde desembarca Uber encuentra resistencia, protestas y prohibiciones. En Washington DC, la Federal Trade Commission ha abierto una investigación de oficio «para determinar qué cobertura ofrece a las eventuales víctimas de un accidente, porque bajo su modelo peer-to-peer la empresa tiene la condición de intermediario, no de proveedor del servicio». Un problema que Uber no tiene es la financiación: tras haber recaudado 2.000 millones de dólares en junio y diciembre del año pasado, está negociando una nueva ronda por valor de 1.500 millones, con la peculiaridad de que eleva la valoración teórica de la compañía a 50.000 millones, que sería la más alta de cualquier empresa no cotizada.

Uber es un ejemplo extremo de una corriente que se caracteriza por acortar los intervalos entre sucesivas rondas de financiación. Si completa esta ronda – y nada indica que vaya a tener dificultades – será porque los hedge funds y otros inversores estratégicos rebosan de liquidez. Stewart Butterfield, fundador de la startup Slack, ha pronunciado una frase que será recordada por su ingenio aunque no por el rigor histórico: «vivimos el mejor momento de la historia de la humanidad para captar dinero desde el Antiguo Egipto». Exageraciones aparte, la situación de los mercados de capitales es tal que los «unicornios» (como llaman a las compañías jóvenes valoradas en por lo menos 1.000 millones) pueden recoger dinero que no necesitan. ¿Avaricia o capricho de nuevos ricos?

No hace mucho, era norma no escrita en el Silicon Valley que debía transcurrir un par de años entre dos rondas de financiación. Pero en 2014, unas 500 startups lanzaron dos rondas sucesivas separadas por menos de doce meses. Slack, la empresa de Butterfield, cuyo negocio es un software de colaboración, recaudó 160 millones el mes pasado, seis meses después de recibir 120 millones. Y lo ha logrado pese a informar a los inversores que no tiene previsto ningún uso inmediato para el botín pero sirve para «reforzar la percepción entre nuestros clientes de que vamos en serio». Según Mario Kotler, colaborador de este blog en San Francisco, el inversor Mark Siegel, que participa en Uber, dice no tener nada que reprochar a los emprendedores, «que hacen lo que se espera de ellos», sino a otros inversores por su complicidad en la creación de un estado febril.

El caso de Uber es sintomático. Si se estudia su historial financiero, resulta que captó 11 millones de febrero de 2011, sobre una valoración de 60 millones; en noviembre de ese año, una segunda ronda la valoró en 330 millones, y pasaron dos años antes de recibir 350 millones – fue cuando Google entró en su capital – que implicaban una valoración de 3.500 millones. Dos rondas en 2014 subieron la cota hasta 40.000 millones, y la que se considera inminente hará que llegue a 50.000 millones.

No parece, pero nunca se sabe, que el fundador de Uber, Travis Kalanick, y sus socios estén pensando en una salida a bolsa. Las hipótesis que circulan apuntan su deseo de distanciarse de Google, generalmente considerada como su madrina. La atmósfera está cambiando entre ambas compañías: en octubre, Eric Schmidt sólo tenía elogios: «Uber está cambiando el mundo y cambiando nuestra existencia; es una idea genial». En febrero, Kalanick comentó que está construyendo un laboratorio en Pittsburgh para explorar el uso de coches autónomos, que la colocaría en conflicto directo con el proyecto de Google. Esta, a su vez, dejó caer la posibilidad de lanzar su propio servicio de compartición de vehículos. Lo último, por ahora, es la noticia de que Uber habría hecho una oferta de 3.000 millones para quedarse con Here, el servicio de cartografía que Nokia ha puesto en venta. Si así fuera, podría prescindir de Google Maps como soporte de su servicio.

A todo esto, el Wall Street Journal ha sido informado oficiosamente de que Uber prevé una facturación de 2.000 millones de dólares en 2015, y tiene planes para trascender su modelo de negocio actual para ensayar fórmulas de servicio bajo demanda, por considerar que la «economía colaborativa» es aplicable a otros sectores verticales. Llevando al límite las hipòtesis, el tesoro acumulado por Kalanick haría inviable para Google hacer una oferta por la empresa que ayudó a nacer.


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