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  9/05/2016

9May

Esta semana, a más tardar la próxima, se conocerá la decisión final de la Comisión Europea acerca de la compra de O2, filial británica de Telefónica, por su rival Three, del grupo Hutchinson. Se da por seguro el rechazo, conforme a lo recomendado por la autoridad británica de la competencia. Hutchinson parece resignado y evita alzar la voz, porque tiene otra fusión pendiente en Italia; en cuanto a Telefónica, por boca de su nuevo presidente José María Álvarez-Pallete, ha dicho que una respuesta negativa sólo respondería a consideraciones de índole política, pero no sería explicable con argumentos económicos.

Sería ingenuo esperar que la decisión no estuviera motivada por la política: la comisaria europea de Competencia, la danesa Margrethe Vestager, tendría muy difícil desairar la petición del estado miembro directamente involucrado, con más razón en una coyuntura como la actual, teñida por el referéndum de junio sobre el Brexit.

O sea que la decisión es política. Aunque no en el sentido que le han querido dar quienes han ondeado la bandera al momento de señalar que el árbitro ha permitido a ´franceses y alemanes` [alusión a los copropietarios de EE, que vendieron sin objeciones a BT] lo que se niega a ´los españoles`.

No habrá patriotismo que valga el día en que Álvarez-Pallete se ponga a la tarea de convencer a los accionistas (muchos fondos extranjeros) y a las agencias de calificación de deuda (todas extranjeras) de que Telefónica tiene un plan B: encontrar otro comprador [ya tuvo a BT, que se echó atrás], sacar O2 a bolsa [solución lenta e incierta], vender otros activos, o vaya usted a saber. El objetivo, en todos los casos, sería el mismo, rebajar la deuda de la compañía. Más que urgente, es apremiante: la acción de Telefónica cotiza a menos de la mitad de su máximo de los últimos diez años, y muy cerca de su piso mínimo.

Valga como introducción al asunto de fondo: el estado de la política europea relacionada con las telecomunicaciones. De la triada de comisarios a cargo de sendas carteras afines, la danesa Margrethe Vestager lleva la de Competencia , con más obvia repercusión mundial, como lo prueba ahora mismo el procedimiento abierto contra Google. Pero, por eso mismo, Vestager ha vaciado de contenido las carteras del estonio Andrus Ansip [ridiculizado como un robot en su propio país] y el alemán Gunther Oettinger, ambos dedicados al papel evangelizador en cuanto seminario o conferencia se organizan en Europa (y son muchos) a propósito de una entelequia que llaman mercado único digital pero a la vista está que no arranca.

Toda política de competencia conlleva una dosis de subjetivismo en la búsqueda de equilibrio entre intereses contrapuestos, y con ello corre el riesgo de alejarse de las leyes económicas subyacentes. En materia de telecomunicaciones, la doctrina del equipo de Vestager [a la que hace eco Ansip] preconiza que son deseables las consolidaciones transfronterizas e indeseables las consolidaciones a escala nacional. Es una elipsis retórica para fijar en cuatro el número mágico de operadores en cada país: más serían multitud, menos provocarían una subida de precios, es la curiosa dramaturgia por la cual la competencia no se definiría por las reglas de juego sino por el número de actores en escena.

La verdad es que si no hay propuestas de consolidación transfronteriza, no es porque los operadores no sepan idiomas: ¿cuántas veces se ha hablado de la hipotética creación de un campeón francoalemán mediante la fusión de sus ´incumbentes`? Si no ha ocurrido es por la abismal diferencia de capitalización que hace carente de interés esa operación. ¿La aprobaría Margrethe Vestager?

La política de competencia prevalece sobre la sectorial hasta tal punto que el regulador británico competente (Ofcom) se pronunció en teoría y se inhibió en la práctica, dejando que la CMA (Competitive Markets Authority) se ocupara de enviar la patata caliente a Bruselas, no sin antes decirle qué ha de hacer con ella.

¿Qué dice la carta de la CMA a Vestager? Que la única solución aceptable para aprobar la compra de O2 por Three sería la desinversión [en favor de un comprador aprobado por la CE] de suficiente infraestructura o espectro como para asegurar la viabilidad de un cuarto operador en Reino Unido. Se repite el 4 como número capaz de lograr que los consumidores usen más datos y los operadores ganen más dinero.

La verdadera métrica de la salud de esta industria – con más razón en un mercado maduro – no es el número ce competidores sino el ingreso medio por usuario, que en Europa es hoy inferior al de hace quince años: pasar de 3G a 4G y dentro de poco a 5G no habrá servido para mejorar esa ratio, pero ha supuesto una febril carrera financiera.

Las fórmulas que a lo largo de años han buscado los operadores para bajar sus costes operativos (externalización, compartición de infraestructuras, compras centralizadas, búsqueda de nuevas fuentes de ingresos) no disimulan un hecho fundamental: hasta una cuarta parte de los costes han estado relacionados con la caza y captura de clientes de sus competidores. Hay más puntos sobre los que me gustaría reflexionar en torno al caso, pero lo mejor será tenerlos en remojo.


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