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  5/04/2017

Uber derrumba su mito colaborativo

Como si no fuera ya estúpida la expresión economía ´colaborativa`, se ha extendido otra, ´uberización`, pretendido destino de toda empresa o sector de la economía no digitalizada. No sería mala idea congelar el palabro [y, de paso, moderar el tópico de la transformación digital], a la vista del descrédito en que ha caído Uber, que da nombre a la supuesta tendencia. No sólo por sus múltiples litigios en tribunales de medio mundo [en España, en manos del Supremo] sino por el impresentable comportamiento de su fundador y CEO, Travis Kalanick. Expertos en control de daños han sido convocados con la misión de evitar que los escándalos del CEO contaminen la reputación y el valor de la compañía.

Travis Kalanick

Una sucesión de dislates han puesto en la picota a Kalanick. Primero, las acusaciones de sexismo y acoso sexual, y el retrato de un entorno laboral hostil. Las denuncias de la ex empleada Susan Fowler no impresionaron tanto por la acusación cuanto por la falta de reacción del departamento de recursos humanos. Otra ingeniera, Keila Lusk, pintaba en la prensa un deterioro del ambiente de trabajo, con luchas de poder y discriminación hacia las mujeres.

Para esclarecer los hechos, Uber ha encargado una investigación externa a cargo del ex fiscal general Eric Holder, pero ni siquiera esa medida ha tranquilizado a los inversores. Algunos de primera hora se preguntan si no será un subterfugio que desembocaría en medias tintas. En el fondo, hay un temor palpable de que el deterioro de imagen contraiga el valor hipotético de  70.000 millones de dólares que se supone podría alcanzar en caso de salir a bolsa.

La cifra está calculada a voleo, inflada por la repercusión mediática de crecimiento, y ha servido de base para los traspasos más recientes de acciones entre inversores. No se conocen planes para salir a bolsa, pero sí que en total Uber ha recaudado 13.000 millones de dólares, algo fabuloso para una empresa no cotizada. Como es frecuente en las startups del Silicon Valley, las acciones de Kalanick y los dos cofundadores tienen un poder desproporcionado de voto, lo que haría muy difícil destituirlo.

Como no cotiza, las cuentas de Uber no son verificables. La cuantía de las inversiones recibidas es alta, pero también lo son sus gastos. En 2016, habría ingresado 5.500 millones de dólares. Cuadra con la estimación de Bloomberg, para la que en los nueve primeros meses de 2016 ingresó 3.800 millones y generó pérdidas por 2.200 millones. Estas pérdidas son, en buena medida, producidas por los costes legales de hacer frente a un incalculable número de juicios. El último, y potencialmente el más grave, ha sido la demanda de Waymo, una rama de Alphabet, por el presunto robo de secretos comerciales tras el fichaje de un ingeniero tránsfuga.

De hecho, Uber ha abandonado hace tiempo el adjetivo «colaborativo» que siguen usando los cronistas cortesanos. Ha quedado de manifiesto, de la peor manera posible, que es una empresa operadora de flotas de transporte en cientos de ciudades en decenas de países, por lo que le han salido decenas, quizá cientos, de imitadores y competidores. Es capitalismo enmascarado.

Uber tiene a su disposición 1,5 millones de conductores, según estimaciones no verificables. El régimen contractual de estos es un contencioso constante: sostiene la compañía que son freelances, pero los tribunales de ciertos países han sentenciado que gozan de derechos laborales; en otros, se les atribuye la condición de contratistas eventuales, figura propia del derecho mercantil con un coste fiscal asociado. En Francia, donde ha sido muy resistida, ha tenido que sentarse a negociar con las autoridades.

Todo seria manejable en una empresa con normas de gobernanza y temple fiscal, como el de Airbnb, con la que a veces se compara y cuyos fundadores son discretos. El CEO de Uber, en cambio, es un tipo caótico y soez. La piedra del escándalo – el último de los suyos – ha sido la difusión de un vídeo en el que Kalanick aparece discutiendo groseramente con uno de sus conductores. Este aprovechó el tener a bordo al jefazo de la compañía para contarle sus problemas económicos a causa de la fijación errática de tarifas por parte de Uber. La iracunda reacción de Kalanick ha circulado masivamente, y la compañía – no así el protagonista – ha hecho acto de contrición, prometiendo compensar a los conductores cuando, por razones de marketing, aplica descuentos o promociones.

De todos modos, el respeto por las normas no está entre las costumbres de Uber: se ha denunciado que durante 2014, cénit de sus problemas legales, usó un software que le servía para esquivar los controles de las autoridades en ciudades donde su plataforma no era legal.

En uno de los episodios más chuscos de esta historia, el propio Kalanick escribió en Twitter que tal vez necesitaría tomar clases de liderazgo. Se entendió, apresuradamente, que estaba sugiriendo la contratación de una especie de tutor, como lo fue Eric Schmidt en los primeros años de Google. O quizás un chief operating officer a la manera de Sheryl Sandberg en Facebook. Es lo que sugieren, por ahora sin éxito, algunos miembros del consejo. Ese papel tutelar ya lo cumplía Jeff Jones, con rango de presidente, pero a los seis meses se hartó de Kalanick y dimitió con el argumento de «una cultura corporativa incompatible con mis valores».

La polémica sigue supurando, y no es buen momento para pensar en salir a bolsa, pero los inversores temen por el valor de sus participaciones. Para ellos, el único desenlace positivo sería imponer disciplina, si fuera preciso desafiando los deseos del fundador y su círculo íntimo. Para los empleados – comenta Mario Kotler, colaborador de este blog en San Francisco – el escándalo toma otro cariz: haber trabajado en Uber afea sus curriculos. La nueva directora de recursos humanos, Liane Hornsey, que se incorporó en enero después de trabajar en Google, tiene como tarea conseguir que el ambiente laboral se despeje. Menuda tarea.

[informe de Pablo G. Bejerano]

 


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