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  14/01/2019

14 de enero 2018

Feliz Año Nuevo. O, si se prefiere, Próspero Año Nuevo. Deseos que todos compartimos. Sin embargo – espero que no me tomen por cenizo – abundan los indicios de que 2019 será menos próspero que 2018. En las últimas semanas, los periodistas hemos prestado inusitada atención a la volatilidad bursátil (todos los índices mundiales se han degradado) y al  ominoso preaviso de un pésimo trimestre de Apple. En los próximos días empezará la ronda de resultados de las grandes compañías y sus previsiones, que en el caso de las estadounidenses van a reflejar la desaparición del efecto fiscal de comienzos de 2018.

Me atrevo a decir que estamos ante epifenómenos de tres problemas mayúsculos heredados de un año al otro: 1) la resistencia de “los mercados” a prescindir de la metadona monetaria que les ha permitido dejar atrás los rasgos más notorios de la crisis; 2) el acicate que ha supuesto la reforma tributaria de Donald Trump, claramente favorable a las corporaciones, ha sido despilfarrado en recompensar a sus accionistas en lugar de reducir un endeudamiento que les sale barato y es fácil de refinanciar;  y 3) la así llamada guerra comercial lanzada por Estados Unidos contra China está dejando consecuencias directas y daños colaterales. Con un Calígula sentado en la Casa Blanca, resulta francamente difícil esperar un alivio de estas tres circunstancias.

Empiezo, pues, por Estados Unidos. Un mercado laboral vigoroso, una industria funcionando a plena capacidad y unos tipos de interés bajos, no han impedido que Wall Street viviera su peor diciembre desde 1931.

La OCDE ha dictaminado que “la expansión global ha tocado techo”, lo que implica que el PIB agregado [dicho al pasar: recomiendo El delirio del crecimiento, David Pilling, Ed. Taurus] bajará su crecimiento dos décimas en 2019 y algo más en 2020 “en línea con el potencial subyacente de producción”. Aterrizaje suave que en principio no daría motivos de alarma: según la teoría, allá donde haya exceso de capacidad, esta tiende a corregirse cíclicamente.

Ay, si fuera tan sencillo. Leo que un 82% de los CFO de empresas estadounidenses encuestados por Bloomberg dicen temer que la economía entre en ´modo recesión` (sic) a finales de 2020. O quizás antes, dependiendo de que Donald y Xi pongan remedio al estado de guerra arancelaria. Y siempre y cuando, añaden, la Reserva Federal cumpla su promesa de ser paciente con los tipos de interés.

Así las cosas, el próximo verano Estados Unidos debería completar su expansión económica más dilatada desde la segunda guerra mundial, de manera que, en buena lógica, sería cada día menos probable que se prolongue esta situación. Entre tanto, la desaceleración no permite predecir un final de ciclo dramático sino una serie de sobresaltos. Aun así, son cada vez más los economistas que alertan sobre la ligereza con la que se han desmontado los diques de contención.

A la pregunta de si es inminente otra recesión, Martin Wolf, comentarista del Financial Times, responde de entrada negativamente, pero se cura en salud: ve venir turbulencias repetitivas tanto en los mercados financieros como en la mayoría de las economías nacionales. A los tres problemas que he apuntado al principio, Wolf añade un cuarto: la distorsión provocada por el  encarecimiento de activos. Se refiere, entre otros ejemplos, a los precios siderales que se están pactando en las adquisiciones de empresas tecnológicas y que, en muchos casos, darán lugar a bruscas amortizaciones de su valor en libros. La volatilidad en las bolsas será lo normal en 2019 [ya saben: “en aguas revueltas…”] y esta volatilidad será favorecida, queda dicho, por la valoración exagerada de algunas acciones. Añadiré que la pasión con la que los medios se han entregado a jalear la carrera por el trono del billón de dólares de capitalización bursátil revela hasta qué punto cunde el disparate.

El otro gran polo de la economía mundial, China, ha entrado en barrena tras haber sido durante años el puntal que facilitaba la recuperación de las economías Es un tópico aceptado que la economía china está destinada a superar en tamaño a la de Estados Unidos en la década del 2030, pero la creencia empieza a cuestionarse. En el fondo, la velocidad de crecimiento de China va a depender de su capacidad para alcanzar los niveles de productividad de los países más avanzados; a su vez, de la batalla por el liderazgo en un puñado de tecnologías clave. De esto trata, en realidad, la inquina de Trump hacia Huawei.

Las crónicas informan de que ya se aprecian las consecuencias de la guerra arancelaria con Estados Unidos. Si esta fuera una pelea por puntos, podría decirse que China va perdiendo el primer asalto, pero vienen otros y ambas partes saben lo mucho que pueden perder. Así que, ojalá, la tregua pactada hasta el 30 de marzo deje cierto margen para el optimismo.

El gobierno de Pekín ha puesto en marcha medidas monetarias y fiscales que tienen por objetivo preservar la liquidez del sistema bancario y compensar con proyectos de infraestructura la previsible caída de la exportación. Su problema es cómo seguir estimulando una demanda privada que, al parecer, empieza a flaquear. De momento, su PIB ha crecido el 6,5% el tercer trimestre, un porcentaje envidiable pero que es el más bajo desde principios de siglo. Y probablemente habrá cedido una o dos décimas más en el último cuarto. Aun si – como sostiene Pilling – el PIB es una métrica sesgada en un mundo cada vez más determinado por los intangibles, lo cierto es que la tasa de inversión china (44% del PIB) en 2017 es difícilmente sostenible.

Claro está que los síntomas de desaceleración global se extienden a otros mercados. En Alemania, la exportación está pagando las consecuencias del barullo global, sin contar con el factor añadido de una crisis de liderazgo sin solución a la vista. Otros focos de vulnerabilidad con efectos globales son el Brexit – atención: faltan once semanas para llegar al abismo –  y la deuda soberana de Italia, con riesgo de contaminar a otros países.  2019 se presenta como un año complicado [he elegido un adjetivo suave]. Los responsables de las políticas monetarias fiscales se enfrentan al reto de mantener alta la demanda en medio de circunstancias geopolíticas adversas (proteccionismo, deuda disparada, elecciones europeas en mayo, presiones populistas).

Aunque la crisis que se perfila no fuera tan dramática como la de 2008 (o eso parece)  la gran incógnita está en la capacidad de los gobiernos, y de las fuerzas políticas en las que se apoyan, para gestionarla.  A los ciudadanos europeos les cuesta asimilar que si hemos salido del anterior ciclo, lo debemos en buena medida a una economía deflacionada por el abaratamiento de los productos fabricados en Asia. Y esto, me temo, se pondrá de manifiesto con crudeza en los próximos meses.


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